TIMOTEO
Pilar Pradillo
El circo de los Hermanos Fetuccini
llegaba a la ciudad con el verano y antes de plantar su gran carpa de colores,
se organizaba por la avenida un desfile. Primero iba la orquesta con sus
uniformes azules seguida de malabaristas, camellos, monos equilibristas,
payasos, leones y tigres en sus jaulas, claro está, y el hombre bala y los
caballos con sus penachos dorados, trapecistas, contorsionistas y al final el
elefante Timoteo, que era un elefante muy sabio. Porque Timoteo siempre podía
encontrar cualquier cosa que se hubiera perdido. Un día, encontraba el acordeón
de los payasos, otro la cama del fakir y al siguiente el látigo del domador, el
sombrero de plumas de Florita, las zapatillas de la bailarina, la chistera del
jefe de pista, etc etc etc.Tenía mucho olfato, solo necesitaba saber qué se
estaba buscando y su trompa gris y rosada se encargaba del resto.
Los niños al salir del colegio iban corriendo y
jugaban con él al lado del estanque. Les gustaba esconder sus cuadernos o los lápices
o los cromos y por muy bien que lo hicieran, el elefante siempre ganaba.
Después se metía en el agua paso a paso con sus redondas patazas y la trompa
gris y rosada, lista para hacer de ducha, porque a Timoteo le gustaba darse un
baño todas las tardes antes de empezar a trabajar. Timoteo era la estrella del
circo y por eso su número cerraba el
espectáculo. Era capaz de levantar las cinco toneladas y media de su corpachón
sobre las patas traseras, era capaz de coger grandes pesos con la trompa y por supuesto, encontraba sin dificultad los objetos que
escondía entre el público, Florita, su cuidadora.
El estanque donde se bañaba Timoteo estaba en un
parque. En una de las praderas se montaba el circo y en otra la feria con su
carrusel, su tiro al blanco, su montaña rusa y la caseta del forzudo y la del
comefuego y la de la mujer barbuda. La noria, el tren de la bruja, el barco
pirata y el resto de los cachivaches. Era una feria que, igual que el circo,
llegaba también al principio del verano cuando empezaban las fiestas de la
ciudad.
Los niños, después de jugar con Timoteo pasaban por
el barco pirata para ver de cerca a Jhon Silver que era, según decían algunos,
un auténtico pirata. Desde luego, llevaba un parche en el ojo izquierdo, un
garfio en lugar de la mano derecha, una cicatriz le cruzaba la cara y un largo
pendiente con una piedra azul colgaba de una de sus orejas. Además, él juraba y
perjuraba que Jhon Silver era su verdadero nombre y este pequeño detalle hacia
dudar a la mayoría. Sobre todo a los que habían leído “La isla del tesoro”. De
un tesoro precisamente contaba Jhon, que venía el pendiente de la piedra azul.
Lo cuidaba con esmero. Se miraba al espejo para sacarle brillo todos los días y
no se lo quitaba nunca, ni para dormir. Cuando había tomado mucho ron, que en
esto si era un pirata con todas las de la ley, hablaba de una isla lejana, de
un misterioso tesoro y de la fabulosa piedra azul, única en el mundo, que
adornaba su pendiente. Lo cierto es que si Jhon Silver fue alguna vez un pirata
verdadero, se podría decir que había venido a menos. Su barco estaba hecho con
algunas tablitas y un poco de cartón pintado y no habría podido flotar ni
siquiera en el estanque. Pero el aspecto fiero y peligroso de Jhon atraía a
niños y mayores. Cuando se ponía el cuchillo entre los dientes y miraba con
fijeza, daba bastante miedo.
Él, era el encargado de que todos los mecanismos
funcionaran bien, de vender las entradas para subir al barco y de mover la
manivela que lo balanceaba monótono una docena de veces mal contadas y después vuelta a empezar.
Un domingo en el que fue mucha gente a la feria y
nuestro pirata estuvo atareado de la mañana a la noche, al terminar la jornada
echó de menos su idolatrado pendiente. Enseguida se puso a buscarlo como un loco,
removió todo de arriba abajo, hurgó en todos los huecos, registró los rincones,
miró en el suelo, en el techo y debajo de la cama, pero el pendiente no
aparecía.
Cansado de buscar se sentó en el barco, puso el
cartel de NO FUNCIONA, PERDONEN LAS MOLESTIAS y así estuvo tres días con sus
noches, muy triste, sin comer ni beber.
Su vecino en la feria, era el hombre forzudo.
Mientras hacía complicados ejercicios de gimnasia y levantaba pesas de 100
kilos, Sansón, que a sí se llamaba, le observaba de reojo. Por fin se decidió a preguntar por qué
estaba triste y cabizbajo. Jhon Silver, antes de contestar, soltó entre dientes
un variado repertorio de las palabrotas que identifican a un buen pirata, ¡voto
a bríos!, ¡rayos y centellas!, dijo y después invocó a los seres del Averno,
maldijo a las sirenas, a los pulpos y hasta a Neptuno. A continuación cogió
aire y le contó a Sansón que había perdido su joya, su talismán, su adorado
pendiente.
Sansón se quedó pensativo y al rato como hablando
para si mismo, dijo en voz alta: creo
que tengo la solución y salió andando muy deprisa. Pasaron los minutos, pasó
media hora, pasó una hora y media, pasaron dos y mientras Jhon se mordía las
uñas desesperado, vió venir de lejos a el hombre forzudo acompañado de un
majestuoso elefante que no hará falta decir quién era.
En cuanto los dos llegaron al lado del barco pirata,
Timoteo, muy aplicado se puso a olfatear, sin dejar ni un rincón, ni una
rendija, ni un hueco. Y claro, ¡claro que sí!. Escondido al lado de uno de los
tornillos que sujetaban el mecanismo que hacía balancear el barco, la trompa
gris y rosada que Timoteo estaba usando a modo de aspiradora, succionó el
pendiente y se lo entregó intacto a su emocionado dueño.
Desde entonces, cuando al principio del verano llega
a la ciudad la feria y después el circo,
el pirata Jhon Silver va a visitar a Timoteo y hablan de sus cosas y
hasta se toman unos traguitos de buen ron del Caribe.
...y colorín colorado...
CUENTACUENTOS
CURSO 2016-2017
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